Islandia cuenta con miles de cascadas que sorprenden al visitante en cada esquina, pero ninguna cae desde una altura mayor que Glymur.
Por supuesto, no dejé pasar la oportunidad de explorar esta cascada y una nublada mañana me dirigí hasta allí con Johanna y Emily. La verdad es que mis compañeras de aventuras se encargaron de planificar la ruta y yo sólo tuve que seguirlas para disfrutar de esta maravilla natural en el Oeste de Islandia.
Situada a apenas 1 hora en coche de Reykjavík, se trata de un lugar muy popular entre turistas y locales, pues sólo hace falta caminar unos minutos para echar un vistazo al agua desplomarse sobre el río Botnsá. No obstante, nosotras no nos conformamos con la primera vista de la cascada y llegamos hasta la meseta desde donde cae el agua, cruzando allí el río para disfrutar del paisaje desde la otra orilla mientras descendíamos de regreso.
A pesar de su caída de casi 200 metros, Glymur no me ha parecido la cascada más espectacular de Islandia (incluso ahora parece estar en disputa que sea la cascada más alta del país). Sin embargo, se encuentra en un paraje increíble en el que el agua ha formado un estrecho cañón que te deja con la boca abierta.
Cuando llegamos al comienzo del sendero, el aparcamiento se encontraba prácticamente vacío. Y, tras consultar un confuso mapa que parecía ser la única información disponible allí, nos pusimos en marcha. El camino nos recibió con infinidad de flores lilas y vistas de las montañas circundantes antes de llegar hasta la orilla del río Botnsá, que había que cruzar por un tronco con la ayuda de un cable fijo. Con mi penoso equilibrio, no me hizo ninguna gracia la falta de un puente en condiciones, pero no iba a dejar que un río me detuviese, así que me agarré al cable con todas mis fuerzas y avancé despacio hasta alcanzar el otro lado.
Entonces comenzó el ascenso siguiendo el río a contracorriente y desde entonces las vistas no dejaron de mejorar. Primero, con el valle del río Botnsá, después con el fiordo Hvalfjörthur a lo lejos y finalmente con el cañón y la cascada Glymur. Llegó un momento en el que no sabía hacía dónde dirigir la cámara… ¿a las verdísimas paredes verticales del cañón? ¿A la caída de agua? ¿Al paisaje menos dramático, pero igualmente fascinante, del valle y el fiordo?
Mis compañeras de caminata debían estar hasta las narices de esperarme -y eso que intenté contenerme con las fotos-, pero no dijeron nada porque son muy educadas. En todo caso, tras acercarnos lo máximo posible a la cascada, parecía que el sendero se acababa. ¡No podía ser! Nosotras teníamos planificada una ruta mucho más larga…
Tengo que decir que los senderos en Islandia no se caracterizan por su buena señalización. Es verdad que no hay árboles en los que pintar una señal, pero en la mayoría de los casos no hay ni siquiera un mísero poste que te indique que vas por buen camino. Nada que ver con la infinidad de señales de los Alpes a las que estaba acostumbrada. El sendero a Glymur no es una excepción y excepto por el cartel al comienzo y una flecha pintada en una roca, no había mucho más en cuestión de señalización.
Así, nos llevó un rato encontrar la continuación del camino. Pero una vez en marcha, nos plantamos en el borde de la cascada en un momento. Desde allí veíamos desaparecer de repente el agua y desplomarse hasta lo más profundo del cañón. Muy a mi pesar, el sendero circular que nos proponíamos realizar implicaba volver a cruzar el río y esta vez no solo no había puente, sino tampoco tronco para sortear el agua. No nos quedó más remedio que remangarnos los pantalones y vadear el río.
A mi falta de equilibrio tengo que añadir una animadversión por el agua fría difícil de superar. Vamos, ¡que lo tengo todo! Desde luego, si hubiera estado sola, ni siquiera se me hubiera ocurrido cruzar el Botnsá. Para limitar la exposición al frío decidimos vadear el río en 3 partes, aprovechando unas pequeñas islas. De esta manera, nos quitamos las botas y nos dispusimos a continuar camino. Johanna iba en cabeza y viéndole avanzar la tarea parecía pan comido. Sin embargo, cuando metí los pies en el agua congelada el dolor me dejó paralizada por unos segundos. Sentía como si cientos de agujas se estuvieran clavando en mi piel. A esa horrible sensación había que añadir las puntiagudas rocas del fondo del río y la corriente que no te dejaban avanzar deprisa. En teoría el frío anestesia, pero cuando llegué al otro lado del río -gracias al apoyo moral de mis compis-, los pies me dolían como si me fueran a explotar. En fin, una experiencia horrible, que espero no tener que repetir. ¡La próxima vez cruzo el río con las botas puestas!
Este lado del cañón nos mostró una panorámica un tanto distinta de la cascada Glymur mientras descendíamos tranquilamente hasta el punto de partida. Además, desde este lado se observaban mejor las cientos de gaviotas que viven en las paredes del cañón y salpican de pequeños puntos blancos el paisaje.
Unas 3 horas después estábamos de vuelta en el aparcamiento para comprobar que habíamos sido las más madrugadoras del lugar. El sitio se encontraba a rebosar de coches, ¿de dónde había salido tanta gente de repente? Mientras almorzábamos unos merecidos sándwiches, no pudimos dejar de comentar la suerte que habíamos tenido de disfrutar del lugar a nuestras anchas. Así que, consejo para senderistas: intentar llegar antes de las 12 del mediodía.
En resumen, el sendero a la cascada Glymur es uno de los más populares de Islandia por numerosos motivos. Por un lado, en apenas 40 minutos de caminata brinda la oportunidad de ver la caída de agua más elevada del país. Y, por otro, las atracciones no se limitan a la cascada, sino que el cañón del río Botnsá es igualmente impresionante y las vistas durante el camino preciosas.