Como os conté en la anterior entrada, no resultó sencillo viajar a Albania desde Noruega, así que una vez en la conocida como Riviera albanesa aproveché al máximo mi estancia.
Concretamente, utilicé la ciudad más grande de la zona, llamada Saranda, como base de operaciones para explorar la región o, por lo menos, para explorar los lugares a los que se podía llegar fácilmente en transporte público.
De esta manera, no sólo pasé algún tiempo en Saranda, sino que desde allí visité la cercana playa de Ksamil, las fascinantes ruinas de Butrint y la antigua ciudad de Gjirokastra.
Antes de continuar, una pequeña nota sobre los confusos nombres de los lugares de Albania. Como buen idioma no relacionado con ningún otro idioma vivo europeo, el albanés es complicadísimo. Por un lado, las declinaciones de los sustantivos hacen que los nombres de los pueblos cambien según la frase, así, por ejemplo, a veces ves escrito Butrint y otras Butrinti para referirse al mismo sitio. Por otro lado, algunos de los caracteres del alfabeto albanés se modifican para acercarse a la grafía latina. Por ejemplo, Saranda se escribe también como Sarandë. Por último, algunos de los lugares parecen tener dos o más nombres, como por ejemplo, Gjirokastra, que también he visto escrito como Gjirokastër y Gyrokastra. Yo he optado por dejar los nombres sin declinar y utilizar la grafía que me parecía más sencilla.
Tras este rollo lingüístico, vamos a lo que realmente nos interesa: las aventuras en Albania y, concretamente, en la Riviera albanesa.
Riviera albanesa: Saranda
Saranda es la ciudad más importante de la costa sur de Albania. A escasos kilómetros de la frontera con Grecia, se trata de un centro turístico de primer orden que en verano se llena hasta la bandera. Así que mi primera parada en el país fue en la Denia de Albania. En otras palabras, un horror urbanístico que de alguna manera me resultaba familiar.
¿Os he dicho alguna vez lo poco que me gusta la playa? Pues si además se trata de agua y guijarros rodeados de cemento, no os podéis imaginar el poco atractivo que tiene para mí. Pero debe ser que yo soy rara porque éste parece ser el lugar favorito para tostarse de miles de albaneses y unos cuantos italianos. Muchos de los primeros vienen hasta la Riviera para pasear palmito y fardar de coche -la proporción de Mercedes en el parque automovilístico me pareció completamente desorbitada-, lo cual me resultó un espectáculo cuando menos gracioso.
En todo caso, yo no había venido hasta la Riviera albanesa por la playa de Saranda sino porque era la manera más sencilla de entrar en Albania. Eso sí, ya que estaba allí aproveché para darme algún que otro garbeo por el paseo marítimo y tomarme unas cervezas en el chiringuito de turno. Después de los desorbitados precios de Noruega, daban ganas de comérselo y bebérselo todo en este baratísimo país y eso fue exactamente lo que hice. Por otro lado, aproveché para meterme de lleno en la vida mochilera, compartiendo no sólo habitación, sino también historietas, cenas y risas con otros viajeros en el animado albergue en el que me hospedé.
Playa de Ksamil
Visto que Saranda no me había emocionado demasiado, decidí visitar la famosa playa de Ksamil, a tan sólo una decena de kilómetros de la ciudad. Aunque me habían advertido de que la playa no era el lugar paradisíaco que prometían los folletos turísticos, nada me preparó para la sobreexplotación de este pequeño paraje en la costa del Adriático.
El destartalado autobús me dejó en la carretera principal y desde allí atravesé un par de calles llenas de puestos playeros y restaurantes -nada fuera de lo normal- antes de llegar hasta la orilla del mar. Entonces fue cuando una marea de sombrillas me recibió. Las pequeñas calas que constituyen la costa en esta zona de Albania estaban completamente inundadas por las tumbonas y sombrillas que se alquilan a los turistas. No había ni un sólo hueco para plantar la toalla de manera independiente (no es que tuviese pensado quedarme allí mucho tiempo, pero hacía calor y me apetecía sentarme un rato junto al mar).
En honor a la verdad, el paraje era digno de ver, pues las cristalinas aguas del Adriático se tornaban color esmeralda en algunas zonas y las 3 islas cercanas le daban un toque exótico. Sin embargo, a mí resultó imposible disfrutar del lugar con tantísima gente. Así que metí los pies en el agua un rato, paseé por las distintas calas esquivando sombrillas, tumbonas y chiringuitos y cogí el autobús de vuelta a Saranda. Mi excursión había sido breve.
En definitiva, en pleno mes de agosto la Riviera albanesa me pareció tan horrible como cualquier otro destino playero del mundo en temporada alta. Además, parece que los albaneses no han aprendido nada de las experiencias de otros países -véase España- y el desmadre urbanístico se está cebando con una costa que hasta hace poco era prácticamente virgen. Una verdadera pena, aunque supongo que resulta complicado fomentar un turismo sostenible y de calidad cuando eres el país más pobre de Europa.
Tras estas experiencias poco estimulantes junto al mar, opté por culturizarme en uno de los yacimientos arqueológicos más fascinantes que he visitado: las ruinas de Butrint, pero esa historia tendrá que esperar a la próxima entrega…